martes, 18 de diciembre de 2018

El Dios desconocido y sin profetas.
















La angustia contemporánea está dando paso a la fría indiferencia religiosa postmoderna, aunque algunos hablen del retorno de lo sagrado. El éxito de “Matrix”, “El Señor de los anillos”, o “Harry Poters”, llenos de magia, misterio e intenciones religiosas, son visones ajenas a la fe y la razón.  En términos culturales, la humanidad está experimentando la retirada de lo divino y la “muerte de Dios” no para que se ensanchen los límites de lo humano, ni para que este superhombre adquiera valores divinos, sino que el deicidio le ha dejado solo y despreocupado. La barbarie sigue asomando todos los días sin que caigan rayos del cielo sobre tanta violencia. El terror mediático es solo la punta del iceberg de lo pequeño que se ha hecho el hombre. El hombre ha dejado de crecer. Hace tiempo que el hombre occidental se viene pensando solo y se ha desligado de la trascendencia. Pero la duda que nos asalta es si Dios es olvidado o desconocido en estos momentos. Como le pasó a Pablo en Atenas, creemos que el Dios en el que vivimos, nos movemos y somos, es también ese desconocido de nuestros tiempos. La indiferencia produce desconocimiento e ignorancia absoluta, en la mayoría de los casos. Y es esa ignorancia ha dejado al hombre postmoderno al borde del precipicio.
No suelo ser un provocador, ni un profeta de la calamidad, pero la iglesia parece no tener respuestas ante la angustia moderna y la indiferencia postmoderna. La iglesia templocéntrica no parece solucionar los problemas de afuera de sus muros. La religión y la sociedad se han divorciado. Hay un terrible pozo negro cuando se destapan los truenos de la guerra, donde la malicia, egoísmo y perversidad del corazón y espíritu del hombre  enseñan su putrefacción. No hay creatividad para la paz porque los dictadores de la historia se han colocado en lugar de Dios. Desean abolir la creencia en Dios porque no toleran rivales. Nuestros conductores no están iluminados por la luz de las grandes alturas y la fe moderna es un laicismo apenas teñido por el sentimiento religioso y nunca por el compromiso y aceptación de Dios.
No suelen estar muy equivocados los que dicen que si el mundo busca su alma no le ayudarán las religiones a encontrarla, porque las religiones dividen a la humanidad y a veces con hostilidad. El mismo protestantismo, cuya Reforma supuso la liberación de las conciencias, la revalorización de los valores personales y la modernidad con lo que ha supuesto de avance científico y técnico, a veces no se ha desarrollado en el sentido e imaginación sociales. A veces el cristianismo ha dado mas importancia a la contemplación que a la acción, a la teoría mas que a la práctica. A veces el Reino de Dios se ha entendido como un Reino para los cielos desviando a los hombres sus esfuerzos para asegurar mejor la vida sobre la tierra. La religión, en muchos aspectos y en muchos creyentes, parece haber perdido todo su poder espiritual y haberse convertido en  esqueleto muerto o  letra muerta que ya no va a revivir. Oriente y Occidente, razas y naciones, judíos y árabes, hindúes y cristianos, somos incapaces de llegar a un entendimiento. La creencia en un solo Dios tampoco ha traído la paz y la unidad. Hay demasiados ciegos dando interpretaciones de un  Dios que no se puede abarcar.
 Ante este panorama de una fe laica, conformada por “El contrato social” de Rouseau, “El capital” de Marx, “El origen de las especies” de Darwin y “La decadencia de Occidente” de Spengler, hemos de añadirle el lastre de una iglesia que se ha jerarquizado hasta ser una profesión  y donde los clérigos han adquirido un  peso anormal. El ministro, el pastor, el sacerdote, el predicador han ocupado un espacio que deforma la iglesia y le contagia la indiferencia ambiental mundana. La profesionalidad del cargo, resta mucho al bien que el pastorado desarrolla. La iglesia confía en sus pastores que dictan normas de conducta, educación y vida, y ello requiere que el pastor o el sacerdote se prepare conforme a la idiosincrasia de sus parroquianos y de las autoridades denominacionales. Sin embargo los dones se atrofian en la iglesia porque se monopolizan en muy pocas personas las actividades que exigen dones específicos. Los clérigos, como líderes profesionales, son los responsables de administrar sacramentos, preparar enseñanzas, dar sermones y homilías, aconsejar a quienes tienen problemas, levantar fondos para las actividades eclesiales, bautizar, casar y enterrar, entre otras muchas cosas más, pero ello les convierte en poco tiempo en meros profesionales. Profesionales sometidos en muchos casos a voluntades caprichosas y controlados por la poderosa “denominación” en el caso del protestantismo y por la Santa Sede en el caso católico. Pero ¿es que acaso no nos hemos dado cuenta de que TODOS somos embajadores y ministros de Dios y no solo los pastores? ¿Se habrá quedado Dios sin profetas?

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