La angustia contemporánea está
dando paso a la fría indiferencia religiosa postmoderna, aunque algunos hablen
del retorno de lo sagrado. El éxito de “Matrix”, “El Señor de los anillos”, o
“Harry Poters”, llenos de magia, misterio e intenciones religiosas, son visones
ajenas a la fe y la razón. En términos
culturales, la humanidad está experimentando la retirada de lo divino y la
“muerte de Dios” no para que se ensanchen los límites de lo humano, ni para que
este superhombre adquiera valores divinos, sino que el deicidio le ha dejado
solo y despreocupado. La barbarie sigue asomando todos los días sin que caigan
rayos del cielo sobre tanta violencia. El terror mediático es solo la punta del
iceberg de lo pequeño que se ha hecho el hombre. El hombre ha dejado de crecer.
Hace tiempo que el hombre occidental se viene pensando solo y se ha desligado
de la trascendencia. Pero la duda que nos asalta es si Dios es olvidado o
desconocido en estos momentos. Como le pasó a Pablo en Atenas, creemos que el
Dios en el que vivimos, nos movemos y somos, es también ese desconocido de
nuestros tiempos. La indiferencia produce desconocimiento e ignorancia
absoluta, en la mayoría de los casos. Y es esa ignorancia ha dejado al hombre
postmoderno al borde del precipicio.
No suelo ser un provocador, ni un
profeta de la calamidad, pero la iglesia parece no tener respuestas ante la
angustia moderna y la indiferencia postmoderna. La iglesia templocéntrica no
parece solucionar los problemas de afuera de sus muros. La religión y la
sociedad se han divorciado. Hay un terrible pozo negro cuando se destapan los
truenos de la guerra, donde la malicia, egoísmo y perversidad del corazón y
espíritu del hombre enseñan su
putrefacción. No hay creatividad para la paz porque los dictadores de la
historia se han colocado en lugar de Dios. Desean abolir la creencia en Dios
porque no toleran rivales. Nuestros conductores no están iluminados por la luz
de las grandes alturas y la fe moderna es un laicismo apenas teñido por el
sentimiento religioso y nunca por el compromiso y aceptación de Dios.
No suelen estar muy equivocados
los que dicen que si el mundo busca su alma no le ayudarán las religiones a
encontrarla, porque las religiones dividen a la humanidad y a veces con
hostilidad. El mismo protestantismo, cuya Reforma supuso la liberación de las
conciencias, la revalorización de los valores personales y la modernidad con lo
que ha supuesto de avance científico y técnico, a veces no se ha desarrollado
en el sentido e imaginación sociales. A veces el cristianismo ha dado mas
importancia a la contemplación que a la acción, a la teoría mas que a la
práctica. A veces el Reino de Dios se ha entendido como un Reino para los
cielos desviando a los hombres sus esfuerzos para asegurar mejor la vida sobre
la tierra. La religión, en muchos aspectos y en muchos creyentes, parece haber
perdido todo su poder espiritual y haberse convertido en esqueleto muerto o letra muerta que ya no va a revivir. Oriente
y Occidente, razas y naciones, judíos y árabes, hindúes y cristianos, somos
incapaces de llegar a un entendimiento. La creencia en un solo Dios tampoco ha
traído la paz y la unidad. Hay demasiados ciegos dando interpretaciones de
un Dios que no se puede abarcar.
Ante este panorama de una fe laica, conformada
por “El contrato social” de Rouseau, “El capital” de Marx, “El origen de las
especies” de Darwin y “La decadencia de Occidente” de Spengler, hemos de
añadirle el lastre de una iglesia que se ha jerarquizado hasta ser una profesión y donde los clérigos han adquirido un peso anormal. El ministro, el pastor, el
sacerdote, el predicador han ocupado un espacio que deforma la iglesia y le
contagia la indiferencia ambiental mundana. La profesionalidad del cargo, resta
mucho al bien que el pastorado desarrolla. La iglesia confía en sus pastores
que dictan normas de conducta, educación y vida, y ello requiere que el pastor
o el sacerdote se prepare conforme a la idiosincrasia de sus parroquianos y de
las autoridades denominacionales. Sin embargo los dones se atrofian en la
iglesia porque se monopolizan en muy pocas personas las actividades que exigen
dones específicos. Los clérigos, como líderes profesionales, son los
responsables de administrar sacramentos, preparar enseñanzas, dar sermones y
homilías, aconsejar a quienes tienen problemas, levantar fondos para las
actividades eclesiales, bautizar, casar y enterrar, entre otras muchas cosas
más, pero ello les convierte en poco tiempo en meros profesionales.
Profesionales sometidos en muchos casos a voluntades caprichosas y controlados
por la poderosa “denominación” en el caso del protestantismo y por la Santa
Sede en el caso católico. Pero ¿es que acaso no nos hemos dado cuenta de que
TODOS somos embajadores y ministros de Dios y no solo los pastores? ¿Se habrá
quedado Dios sin profetas?
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