Número 19 - 20 de enero, 2004
Manuel de León
Desde la segunda mitad del siglo XX el mundo ha experimentado
el crepúsculo de las creencias y la ruina de las culturas. La postmodernidad
está construyendo un edificio nuevo de valores y costumbres, que apenas se
esboza y tampoco tiene nombre, pero que engendra turbulencia, desconcierto y
una clara impresión de caos y desconcierto. Pero esto no lo entendemos como un
momento de decadencia, ni que los cambios profundos sean para mal, aunque
entendamos que traicionan aquellos principios e ideales que han iluminado el
devenir de la historia pasada.
Desde la segunda mitad del siglo XX el mundo ha
experimentado el crepúsculo de las creencias y la ruina de las culturas. La
postmodernidad está construyendo un edificio nuevo de valores y costumbres, que
apenas se esboza y tampoco tiene nombre, pero que engendra turbulencia,
desconcierto y una clara impresión de caos y desconcierto. Pero esto no lo
entendemos como un momento de decadencia, ni que los cambios profundos sean
para mal, aunque entendamos que traicionan aquellos principios e ideales que
han iluminado el devenir de la historia pasada.
Los nuevos modelos, la nueva legislación, el nuevo orden
mundial no debe parecernos una bestia negra a la que hay que combatir
sistemáticamente. El Evangelio debe seguir siendo la orientación y la buena
noticia para el hombre de hoy que deambula en medio de este laberinto nuevo y
resbaladizo.
No mantenemos pues la postura apocalíptica que acuñó y
cautivó al cristianismo primitivo, sino el dificultoso equilibrio del
violinista en el tejado y del que sin ser del mundo nos encontramos inmersos y
comprometidos en el mundo. Un mundo que como dijo Jesús nos va a rechazar y
perseguir. Si no fuera así, es que la levadura no leuda y la sal ha perdido su
sabor. El Evangelio que no trae salvación, liberación y descanso es un
sucedáneo que no puede tener parte en este orden mundial. Cuando el evangelio
es pura ideología religiosa, no producirá la paz ansiada, ni el fin de las
guerras, el hambre y las injusticias.
El evangelio de la Nueva Era, por ejemplo, no va mas allá de
un movimiento social y espiritualizante que puede tener muchos adeptos pero
pocos creyentes, porque las creencias y la fe en ellas se subordinan a la
praxis y conocimiento propios. Cuando la Nueva Era enfoca problemas como la
lucha contra el hambre urge que se apoyen medidas a favor del aborto, la
inseminación artificial, el control genético, la limitación de la familia y
hasta el control de la muerte. ¿Es que para matar el hambre del cuerpo, tenemos
que matar la esfera de la intimidad y la libertad del hombre?
El nuevo orden que reclama el Derecho Internacional y que
las naciones poderosas se autoadjudican por motivos presumiblemente altruistas,
no es algo que pueda resolverse sin los principios fundamentales al derecho a
la vida y la libertad. Sin embargo dentro del llamado “Imperialismo Integral”
existe una ambición por controlar la vida humana desde su visión tanática y
hacer que el hombre sometido y hasta esterilizado haga suyos los principios de
“seguridad democrática” o “antiterrorista” para dejarlo alienado y desposeído.
Esta ideología imperialista esta en función de la utilidad que genera y no de
la verdad del hombre, la sociedad y el mundo. Dios como Creador o Padre ni
siquiera se concibe como idea, porque en estas nuevas concepciones del hombre
existe una nueva religión politeísta con divinidades con nombres de poder,
eficacia, riqueza y triunfo.
Son los ricos, sabios y poderosos los nuevos Mesías que
están justificados para ejercer su triunfo sobre los pobres y los débiles. Esta
ideología mesiánica y de “moral del amo” exige un discurso que programe al
hombre nuevo, física y psicológicamente, utilizando el hedonismo latente, con
el objeto de debilitarlo para la acción y eliminar su responsabilidad personal.
Sin embargo en el Evangelio de Jesús la fuerza está en la debilidad, en la
transformación del corazón que hace nuevas criaturas. El Dios del Evangelio no
pone como objetivo la utilidad sino que su "ideología" solo es apta
para hombres y mujeres fuertes y limpias de corazón.
En el Tratado de Westfalia en 1648 los principios del orden
mundial se establecieron sobre tres pilares fundamentales: el principio de la
soberanía estatal, el principio de la no intervención y el principio de la
separación entre política y religión. Sin embargo los Estados cada día son
menos soberanos, la intervención de Estados Unidos y la OTAN en Kosobo, en
Afganistán o en Irak no descansa ya en el principio de no agresión, sino que
las relaciones internacionales se han alejado de la paz de Westfalia, en
detrimento del ejercicio del poder duro y puro.
La separación de política y religión suele sufrir un
travestismo en el que ambas se usan para que prevalezca el poder en ambas. Los
creyentes muchas veces han sido insensibles a los imperialismos, como ha sido
el caso de Irak, en el que se plantea una guerra preventiva y antiterrorista,
cuando la manipulación de la noticia ocultaba las verdaderas intenciones.
Cuando el hombre elimina a Dios de su vida todas las monstruosidades son
posibles. ¿Qué nos depara el futuro sin las directrices del Evangelio? No lo
sabemos. Lo que si sabemos es que el hombre que dice “no creer en Dios” ni en
el Evangelio, termina creyendo en cualquier cosa.
Manuel de León es pastor, Presidente del Consejo Evangélico
de Asturias, ha dirigido la Revista "Asturias Evangélica" y ha
publicado “ORBAYU" una revista de investigación histórica, cultural y
sociológica del protestantismo en Asturias
© M. de León, 2004, Asturias, España.
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