Manuel de León.- abril 2003
Dice Hebreos
que la sangre de Abel clamaba venganza, mas la sangre de Cristo
expresaba un nuevo pacto del amor que
Dios tiene hasta con los enemigos, como
éramos nosotros. Sin embargo Caín no
queda expuesto a la venganza, sino que la dignidad humana está garantizada por
el mismo Dios que pone un sello en su frente para que nadie atente sobre
él. Y desde entonces se establece una
alianza y se abre una esperanza en un
Mesías que ponga fin a la violencia y el sufrimiento humano. Una teología de la
historia donde el agente humano es protagonista de un devenir existencial que
descansa en la Providencia divina. Una historia que debe resaltar la dignidad
humana en base a la paternidad de Dios, resaltada por Jesús 170 veces el en
Nuevo Testamento. Sin embargo nuestra
historia ha sido la de la inhumanidad y cuya crisis los filósofos la han
situado en el “después de Auschwitz”. Auschwitz representó el poder destructivo
del hombre, planificado y sistematizado para aniquilar la vida humana. Es el
símbolo de del mal del siglo XX, pero
también pudieron serlo otros símbolos como el archipiélago Gulag, las masacres
de Camboya o Hiroshima que se ha convertido en el exponente máximo de la
capacidad destructiva del hombre. Por eso se ha escrito tanto sobre el creer en
Dios después de Auschwitz, porque nos volvemos a preguntar por la paternidad
creadora de Dios y su actuación en el mundo.
¿Acaso fue Hitler un instrumento de Dios , como
antes lo había sido Nabucodonosor, rey de Babilonia? ¿Se puede mantener una
concepción providencioanalista, una teología de la retribución, o de culpa y
castigo? ¿Podemos seguir afirmando, en medio de guerras cada día mas
destructivas y de catástrofes naturales tan pavorosas, que nada acontece sin
que Dios lo mande o lo permita?.¿Podemos seguir viendo estos horrores como el
justo castigo divino por el pecado colectivo del pueblo? ¿Podemos seguir
creyendo que Dios, de vez en cuando y como en tiempos del Diluvio, se
arrepienta de haber creado al hombre y se decide a exterminar una parte y
salvar a otra, sin tener en cuenta el pacto de Dios de no volver a exterminar a
los vivientes (Gen 9:11)?¿Es posible mantener confianza en Dios y en el hombre
después de tanto holocausto, incluido el del hambre en el mundo y el de los que
mueren de enfermedades por no tener para medicinas? Son preguntas, todas, de
difícil respuesta. Estamos instalados en un mundo que desplaza la
esperanza mesiánica y la praxis
liberadora del Reino de Dios, hacia una moral privada y una religión meramente cúltica.
Pero el ateísmo también se queda sin respuestas.
Los millones de manifestantes por la paz y “no a la guerra” de los que muchos
son ateos o al menos han manifestado que Dios ha muerto, ya no pueden
manifestarse y volverse contra Dios, para
descargar el peso de la culpa de la responsabilidad colectiva. Lo que hacen es
culpabilizar a unos pocos y aliviar a la mayoría. Saben que ya no hay fe moral
en el hombre, en la autonomía del hombre
solo con su razón. Ya no se puede mantener la fe en el progreso como decía
Walter Benjamín, contemplando los horrores del pasado, las víctimas de la
historia inmoladas en nombre de Dios, de la patria, del partido o de la
ideología de turno.
Se han propuesto varias soluciones para una nueva
teología después del horror. La primera es dejar espacio al no saber, al no
comprender las acciones de Dios. Es dejar el misterio de Dios a las
interpelaciones de un Job que debatía con la Providencia o como lo hizo Jesús
exclamando “¿Dios mío, Dios mio,porqué me has abandonado?” Las dudas y
preguntas no son incompatibles con la fe, como muestra la historia de Jesús,
sino el miedo a hacerlas y al compromiso. Lo segundo es manifestar que Dios no
es el agente de la historia humana sino el hombre. Solo puede ser agente Dios,
en cuanto el hombre se deja inspirar, motivar y guiar por Él. Hay que buscar a
Dios en rostros humanos, aunque estos también tengan la señal de Caín en su
frente.
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