La cultura contemporánea nos ha enseñado a
convivir con los conductores de masas. Las campañas
electorales sacan a la palestra a líderes en cuyas venas se les ha
insuflado el arte de persuadir como factor fundamental de la
psicología de las masas. Este arte de convencer los demagogos
de Atenas lo llamaban “entinema” porque actuaba sobre el
“thymos”, el asiento de las pasiones. Esto de “timos” y
“pasiones” me suena algo cuando vemos a los contrincantes
políticos, ávidos de poder, ciegos y cargados de consignas de
extraordinaria eficacia psicológica. La actividad mediática
repite las mismas consignas para que se instalen en las zonas
profundas del inconsciente y sean eficaces para la persuasión
y la acción. Todo argumento puede ser empleado y falseado,
todo sentimiento puede ser excitado y todo, para que el pueblo
hierva y el enemigo se debilite.
El gran conductor de masas por antonomasia y que ha
arrastrado generaciones de seres humanos tras sus pasos es el
Jesús histórico. Pero Jesús no usaba de triquiñuelas
psicológicas, no enardecía gritando y lanzando insidias. No
acomodó sus manifestaciones externas al sistema establecido ni
a la voluntad de la multitud.
Como dice Karl Kraus “el secreto del agitador consiste en
hacerse tan necio como sus oyentes, para que estos crean que
son tan inteligentes como él”. En el mismo sentido Napoleón
decía: “He llevado a término la guerra de la Vandée haciéndome
católico; me afiancé en Egipto haciéndome mahometano; me gané
a los curas en Italia haciéndome ultramontano. Si tuviera que
gobernar al pueblo judío, les dejaría construir el Templo de
Salomón”.
Jesús , por el contrario, aparece para traer luz, ser
verdad y vida desde la entrega personal que le llevó a la
muerte. La cita de Lucas 12:49 “Fuego vine a echar en la
tierra ; y ¿qué quiero sino que arda?.... Pensáis que he
venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino
disensión”, es el claro exponente de un vivir nada
acomodaticio y ni siquiera utópico, sino enfrentado a la
verdad del sentido de la vida y de Dios
El conductor de masas promete un futuro mejor. Muestra
caminos de prosperidad con la ayuda de su ideario o su
ideología y en su utopía, descrita con brillantes colores,
intenta encubrir la insuficiencia propia y la de su sistema.
Porque todos los sistemas no pueden suplir el papel de Dios,
no pueden ser Dios, aunque parezcan una pseudoreligión o
arranquen de un mito salvador.
Ahora es la época de la técnica. Se ofrecen avances
técnicos a los pueblos y se les colorean nimbos que pueden ser
adquiridos o al menos creados artificialmente por la
propaganda; se llenan trenes de mejores vidas, pero cuando ese
trono y ese nimbo tropieza con algo y titubea, las masas
llegan a conocer la triste humanidad de ese dios de títulos
altisonantes y el ídolo cae vertiginosamente. La masa olvida
con la misma rapidez con la que se había entusiasmado. Por
esta causa el otro conductor de masas, Jesucristo, no ha
pasado de moda. Porque su mensaje no es ficción. El morir por
amor como lo hizo Jesús, es algo que no se le ocurre, ni en
sueños, ni al conductor de masas ni al seducido por este
semidiós, porque no tienen madera de mártires.
Por esta causa hemos de tener mucho cuidado con las
técnicas de control de las masas. No es que estemos en el
umbral de control que describía Orwell, con aparatos que a
modo de policía estén instalados en nuestras casas para
recoger las palabras y la actividad familiar, pero si que
tenemos radio, televisor y periódicos que pueden ser tan
peligrosos como la bomba atómica. La bomba atómica puede matar
el cuerpo, pero la técnica de la difusión, sea radiofónica o
visual, pueden influir para que se arroje la bomba atómica. La
máquina habla, repite, transmite e imprime sin sentido del
valor y de la diferenciación y al final el hombre de las
masas, el individuo solitario tendrá que enfrentarse con su
realidad y dar el sentido a su vida desde el contexto
espiritual.
Martín Buber ha insinuado que toda gran cultura ha sido en
cierta medida una “civilización de diálogo”, de un
renacimiento del diálogo. Presentar el mensaje de Cristo a las
masas de hombres, también tiene que tener este ingrediente “el
diálogo” porque la “masa solitaria” está perdida, sin
posibilidad de salvación, metida en el laberinto de las
relaciones técnicas y comerciales. El caminante solitario no
tiene ninguna verdad, pero la verdad, decía Jaspers, la verdad
comienza entre dos.
Manuel de León es escritor, historiador, y director de "Vínculo"
(revista de las Iglesias de Cristo de España).
© M. de León, Asturias, España. febrero 2004
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