mayo 2004
Ya se está pareciendo nuestra cansada y desorientada
sociedad a la del siglo XVIII en el campo católico, que sin ningún fundamento
de fe buscaba en el milagro la solución a todos sus males. Hoy desde el simple
curandero o echador de cartas, hasta la brujería y el satanismo pueden aparecer
una pléyade de explotadores y buscadores del milagro que en muchas ocasiones
raya con el infantilismo. Y no lo digo solo para la sociedad católica romana
que siempre ha mantenido la alta teología al lado de las mas repugnantes
supersticiones, sino también en la sociedad carismática protestante. Se están
adquiriendo costumbres y formas de culto, donde la obsesión milagrera y
sanadora envuelve cualquier reunión y los valores tan importantes del pentecostalismo
se están desprestigiando a pasos agigantados.
Recuerdo haber leído milagros muy divertidos que el
inquisidor Antonio Bozal en 1785 había reunido en el libro “Epítome de la vida
de San Francisco” y que publicaba en aquellos años la revista el Censor. Ya
había dicho Melchor Cano que estaban mejor tratadas las vidas de los filósofos
escritas por Laercio, que las de los
santos cristianos. Un ejemplo de este infantilismo: Pasaba una mujer con una canastilla de pan muy blanco a tiempo que
predicaba San Gonzalo de Amarante y dijo: Para que sepáis cual pone al alma la
descomunión: Yo en nombre de Dios descomulgo este pan. Y luego el pan se volvió
negro y asqueroso como un carbón. Ponderó la materia y volviéndose al pan le
dijo: En nombre de Dios te absuelvo de la descomunión y se tornó a su primera
blancura. Histo. Ordi. Predic.
citada en “La Luz de la fe de la Ley”. A lo que el El Censor decía:” Pero
lo que es peor de todo, los autores de estos libros, los inventores de estos
milagros, los que fabrican estas revelaciones y profecías, los que esparcen
estas reliquias, están todos satisfechos de que hacen una grande obra de piedad
y un servicio muy importante a la Religión”. Esto es lo triste del espectáculo
de la sanidad y el milagro, el creer hacer un servicio a Dios y parecer un
signo de piedad.
Los Evangelios
narran con detalle los milagros de Jesús. Son mas de treinta, de los que ocho
son sobre el poder de Jesús en la naturaleza, tres son resurrecciones y
veintitrés curaciones, aunque se habla de forma genérica de otras muchas
curaciones. Pero aún en estas narraciones evangélicas, resulta difícil
determinar cómo trascurrieron los hechos. Lo que si podemos interpretar
correctamente es el significado de los milagros, que no eran otra cosa que
signos que manifiestan la presencia del Reino de Dios. Porque no hemos de
olvidar que a Jesús, sus enemigos, atribuyeron estas acciones a “causas
diabólicas” o como dice el Talmud que “Jesús practicó la hechicería y sedujo a
Isarael” y también como dijo Justino,
“los judíos tuvieron el atrevimiento de decir que era un mago y seductor del
pueblo”.
Cuando una
sociedad, como la de Israel de aquel entonces, admite y da credulidad a magos y
hechiceros, el contraste con los milagros de los Evangelios se hace evidente.
Ya no son los milagros de Jesús
historias como las del naturalista judío Plinio que afirmaba que determinada
planta judía no florecía los sábados. El evangelista Juan habla casi siempre
de “signos y señales” y el mismo Jesús
se queja de que sus milagros tengan valor solo por la utilidad que reportan y
no por el significado último. En los evangelios apócrifos aparecen milagros en
los que convierten a Jesús niño, en un peligro público. Hay milagros teatrales
y jocosos también en colecciones de aquel tiempo, donde se relatan historias
como la de Istmonique que pidió quedar embarazada en el templo dedicado a
Esculapio y se le cumplió el deseo. Como al cabo de tres años no había dado a
luz, volvió al santuario y Esculapio le explicó que ella solo había pedido un
embarazo, no un parto.
Todas estas
historias milagreras y que ofenden nuestra inteligencia, comienzan a contarse
en los círculos evangélicos también y son preocupantes. El mundo nuevo que
aparece con las señales de los milagros de Jesús y que son anticipos de la
victoria final sobre el pecado, la enfermedad y la muerte, no me parecen los
mismos signos de los espectáculos cúlticos, ni representan la misma “dínamis”
fuerza y poder para la salvación a la humanidad.
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