Manuel de León.-enero 2003
La
iglesia no es una empresa ni el mundo un mercado. Ni el marketing, ni la
emotividad sublimada, ni la propaganda pueden ser atajo para conseguir un fin,
en ocasiones rápido, inmediato, pero de corta duración. No hay fórmulas “de
crecimiento de iglesia” que con un márheting disciplinado produzca creyentes,
tenga éxito y pueda ser modelo para otras.
Los resultados, de quienes buscan
una expansión rápida, suelen tener consecuencias trágicas y dañinas.
Suelen crear cristianos sin conocimiento
doctrinal, vital y práctico que caen rápidamente en supersticiones
extrabíblicas.
Alguno dirá o estará pensando ahora: bueno,
una cosa es la conversión y otra la formación, el crecimiento. Primero
evangelicemos, trabajemos por nuevas conversiones y luego formemos, equipemos
al creyente.
Esto es verdad, pero no todos los contextos
son iguales. Pablo, en un mes o dos, plantó varias iglesias. Sin
embargo, el conocimiento religioso de la mayoría constituyente de esas iglesias
de Pablo, tenía un alto grado de preparación para entender el mensaje profético
y entregarse a los pies de Cristo. No es lo mismo en la sociedad de hoy, cuyas
tradiciones y cultura cristiana es muy deficiente. No tener esto en
cuenta, puede provocar manipulación de conciencias y a la larga, un rechazo
social y religioso perdurable.
La educación y
formación cristiana es un trabajo lento, sin resultados inmediatos en la
mayoría de los casos. Es lo opuesto al máketing, a la venta, a la propaganda, a
la emotividad. Exige un esfuerzo constante, un estudio razonado de las cosas de
Dios y después será el individuo el que dé una respuesta al mensaje profético.
El entendimiento tiene que ser conquistado por una razón trascendental y antes
de que el evangelista busque conversiones en el momento, es necesario que haya
habido un educador, un maestro que haya tenido en cuenta la personalidad del
individuo, ensanchando su imaginación y el poder de buscar la verdad
mediante el discernimiento.
Porque la fe viene por el oír y esta es un don
de Dios, es necesario que lo que el
individuo oiga sea trascendente y eterno. No podemos ofrecer un Evangelio de
gente que se cae de espaldas por arte del sugestionador de turno que con su
música, su espectáculo, su propaganda de curaciones y una vida en prosperidad,
puede convulsionar el corazón por unos momentos, pero no la mente para buscar
la verdad.
En este
contexto de la búsqueda de conversiones rápidas a través de la emotividad de
las masas, parecería improcedente la extensión del Evangelio por iglesias pequeñas
y aisladas. En las llamadas “mega-iglesias” centros congregacionales de cientos
y miles de miembros, muchas veces se busca el estímulo que precede a la
creencia, agigantado este estímulo por
la emoción colectiva que se produce, pero quizás falta el poder del Espíritu
mediante la Palabra de Dios.
No tenemos que
escandalizarnos de ser “manada pequeña”, ni avergonzarnos de pertenecer a
pequeñas iglesias. La extensión del Evangelio nace del poder de Dios y en la
debilidad del hombre, nunca al revés.
KAR BARTH
dice: “El mensaje del hombre nuevo tiene que ser anunciado por el hombre.
Mas no serán los hombres quienes le hagan triunfar, sino su propia fuerza. El
valor que se nos exige, es el valor de la confianza en su fuerza intrínseca”.
Es pues la fuerza de la Palabra
la que tiene poder y no es la fuerza de las grandes iglesias o de quienes
proyectan atracciones de espectáculo, de show para sustituir el culto, de
medios de última hora para sustituir el mensaje o de superhombres para sustituir
a Dios.
La iglesia en expansión crece, replegándose en
si misma. Esto es, se concentra, se
recoge y, paradójicamente, se expande. La iglesia primitiva experimentó este
sistema. La persecución no solo diezmó las iglesias y esparció a sus líderes,
sino que tener dones y puestos de dirección era peligroso. Las dificultades e
impedimentos, sorprendentemente hicieron crecer y expandir la iglesia como una
plaga, al decir de sus enemigos. No solo sobrevivió sino que creció en fuerza y
número.
¿Cómo fue posible?
Aunque haya razones de orden
sociológico y religioso, lo fundamental de este hecho fue la concentración en
si misma. Muchas iglesias viven, hoy en día, en compartimentos estancos,
independientes y libres pero sin conexión, descentradas y sin motivación a cualquier
esfuerzo unido. Viven como si la independencia, fuese el vivir como el “llanero
solitario”, ajenos a las vicisitudes de los miembros del cuerpo de Cristo quien
se entregó por ella.
La
iglesia primitiva veló por su credo, por el bienestar de sus miembros, creó una
atmósfera de ilusión capaz de irradiar y atraer por la fuerza de su propio
dinamismo interno (Mirad- se decía- cómo se aman) y la fuerza espiritual de sus
vidas. No buscaban los cristianos a la gente, sino la gente a los
cristianos. Su vida atraía, porque a todos les preocupaba lo de los demás y
no les era indiferente la suerte de los que le rodeaban.
Una
iglesia recogida en espíritu delante del Señor expresa una actitud de fe y
confianza que transmite. A veces la actividad mas enérgica es quedarse quietos,
no para holgazanear, para olvidar la misión, para olvidar a los demás, sino
para mirar al Señor y descubrir la dirección de la mirada, el soplo del
Espíritu.
“ En descanso y en reposo seréis
salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza. (Isa.30:15)
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