febrero 2004
Encontrar una tercera vía entre
la ortodoxia y la herejía siempre ha sido un camino difícil de transitar,
porque o te llamarán hereje o te tacharán de fundamentalista. La ortodoxia
sucede a la creencia. El creyente llama a todos los hombres a compartir su fe,
mientras que el espíritu de ortodoxia, el dogmático, rechazará a todos los
hombres que no quieran compartir su fe con él.
Pero no son solo las religiones
las que proclaman y ejercitan el espíritu de pureza y verdad de sus dogmas,
sino que en nuestros tiempos también el materialismo, el cientifismo y
múltiples manifestaciones laicas, ejercen y confrontan sus dogmas como si
fuesen religiones. A favor de principios como la cultura, la razón y la
inteligencia aparecen los ortodoxos y,
con cara de pocos amigos, nos explican que para que el hombre sea libre
y alcance la mayoría de edad, tienen que desaparecer las religiones o al menos
pasar al plano individual y reducido a la esfera de intimidad. Ya no nos dicen
que somos el opio adormecedor del pueblo y hasta creen que las religiones son
buenas para la estabilidad social, pero nos imponen la inteligencia (en el caso
del ortodoxo intelectual) o nos imponen la chabacanería e insustancialidad (en
el caso de los programas basura televisivos o revistas del corazón, etc.) como
representaciones de un laicismo puro y duro. ¿Es que acaso el hombre tendrá que
estar siempre encadenado tanto en espíritu como en su cuerpo y no podrá escoger
libremente? ¿Será verdad que el hombre desde que nace le acogen clamores de
todas partes y la sociedad le atará a sus yugos sin ninguna posibilidad de
creer con el espíritu y adherir con el corazón?
Jean Grenier afirmaba que la ortodoxia atentaba contra la
inteligencia que tiene el derecho a pensar libremente y ser al mismo tiempo la
supremacía de lo espiritual. “A mi juicio—decía a un político ortodoxo– no hay
cultura sin libertad de cultura, no hay pensamiento sin libertad de
pensamiento. Estar libre de saber no implica estar libre de pensar. Por el puro
hecho de estar convencido de que se piensa rectamente, por el solo hecho de
estar en la ortodoxia y yo no, usted no puede dejarme indefinidamente libre”.
También la ortodoxia en las
religiones, proclamada como única y verdadera, según Emile Burnout, ha
sostenido la intolerancia como principio fundamental de autoridad y condición
para subsistir. Pero esto no debe ser así. Cuando Cristo llama a todos los
cansados y trabajados a ir a Él, es para darles descanso. El llamamiento es a
“todos” los que necesitan la salvación, entendida esta, en todas las
dimensiones en los que el ser humano está cayendo al precipicio.
La iglesia primitiva entendió como ortodoxia lo que hoy se
entiende por herejía. Hoy la gran herejía de nuestro tiempo es buscar la
seguridad espiritual en formas institucionales y denominacionales que excluyen otras formas de vivir la piedad
y que impiden la reflexión teológica. La iglesia nacida en el seno de Jesús es
un movimiento, un organismo de múltiples corrientes culturales, teológicas y de
grupos con visiones diferentes. Hoy debemos buscar una tercera
vía, que no solamente excluya aquellas formas monolíticas de autoridad,
doctrina y disciplina eclesiástica, sino que fomente la pluralidad con nuevas
formas creativas y estimule al amor y las buenas obras desde una actitud
crítica con el hedonismo moderno. La vida cristiana no es fácil ni cómoda y estoy de acuerdo con los que estimulan y conducen hacia una
tradición evangélica como la primitiva. Lo que lamentamos muchas veces es un
activismo alejado de lo que deberían ser unas relaciones interdependientes de
unas iglesias con las otras, que supusiesen un acicate y hasta una provocación
para no ser negligentes con nuestro llamamiento cristiano.
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